Por Krissia Girón
países, 6 refugios, 4 años de largas esperas. Para Ana y su familia, huir de las amenazas del gobierno de Daniel Ortega significaron sacrificios que jamás pensó vivir. Ahora, a casi 9 mil kilómetros de distancia de su natal Nicaragua, Ana busca paz para su familia y justicia para todas las personas Nicaragüenses en el exilio.
Contadora de profesión, recientemente había cambiado de lugar de trabajo a una empresa de renta y venta de autos. Un año atrás, ella y su esposo construyeron su casa donde vivían con sus dos hijas, emprendieron un negocio de fritangas junto a otros familiares y, después de varios sacrificios y ahorros, habían comprado un auto nuevo. “Estábamos trabajando mucho para vivir bien en nuestro país. Hasta que llegó abril”.
“¿Cómo vas a creer que van a matar gente por exigir sus derechos?”, me dijo levantando su mano en señal de indignación. “Mi esposo estaba involucrado, yo lo acompañaba pero él estaba más involucrado. Así que las amenazas llegaron hacia él y luego a la familia, ya sabían donde trabajaba, qué horarios tenía y eso me dejó muy impresionada. En mi vida me había sentido con tanto temor y sentir que tenía a alguien que me estaba vigilando, se me fue el mundo, se me derrumbó. Por ello, la familia nos dice “tienen que salir del país”, porque ya no era una, sino dos o tres amenazas”.
Al lugar de trabajo de su esposo llegó un pick up “Hilux”, con gente armada y el rostro cubierto. El amedrentamiento de los encapuchados no dio su fruto, porque al esposo de Ana lo escondieron sus compañeros de trabajo. Ese día, Ana y su esposo renunciaron a sus trabajos, pidieron que les pagaran salarios, indemnizaciones, vacaciones y demás, para luego emprender la huida hacia Costa Rica, destino que escogieron más de 55,000 nicas, entre 2018 y 2019, según la Agencia de la ONU para los Refugiados, ACNUR.
“Nunca había salido del país, mis hijas no tenían pasaporte. Pagamos un agilizado para sacarlos. Pensamos donde nos podíamos ir y pensamos en Costa Rica, era donde todo el mundo se iba. Nosotros teníamos alrededor de 10 años de conocer a unos holandeses, quienes vieron algunas amenazas por facebook, entonces una de ellas me llamó y les conté que nos queríamos ir del país por las amenazas de muerte. En Costa Rica, la mayoría de personas se quedan en los parques porque no tienen donde dormir. Ahí, ella decide ayudarnos y por medio de otras personas ella envió el dinero y compramos el boleto de Costa Rica a Holanda. Nos dieron la visa y salimos, con mucho miedo”.
La estadía en su primer país fue de un día, en el que no salieron del cuarto del hotel. Los esposos y las niñas tenían mucho miedo, comenta Ana. Luego viajaron al Aeropuerto de San José con sus boletos solo de ida en mano. “Nos pararon porque debíamos tener un boleto de regreso, ya que no somos ciudadanos. Las niñas se pusieron muy nerviosas, yo igual, mi esposo entró en shock y comenzó a llorar. Nos llevaron a las oficinas de Iberia y tuvimos que comprar un boleto de regreso. No pudimos salir hasta el día siguiente”.
Su segundo país de escala fue España. Ahí, era necesaria una carta de invitación desde Holanda o una reserva en un hotel para poder pasar el “bloqueo europeo”. Ana y su familia solo llevaban dinero, pero no el suficiente para que los cuatro miembros subsistieran. La coartada de Ana era el contacto de las personas en Holanda que ella conocía, pero eso no fue suficiente para las autoridades españolas. “No dijimos nada, pero yo sentí que el mundo se me fue, se me bajó la presión, no podíamos regresar a Nicaragua. Quizás, el encargado nos vio el miedo en la cara, de repente comenzó a sellar, y dijo “pasen, bienvenidos. No sé por qué lo voy a hacer, pero pasen”. Después me dí cuenta que, gracias a él, rompimos el denominado “bloqueo Europeo”. Esperamos el siguiente vuelo a Holanda”.
Al llegar a Holanda, el esposo de Ana buscó a la policía para entregarse y decir que llegaron a ese país para buscar asilo, huyendo de la dictadura nicaragüense.
De refugio en refugio
Ana recuerda cada paso, persona, palabras, sentimientos, cada detalle desde su llegada a Países Bajos. Los relata con mucho dolor, como una travesía que, a la fecha, aún no acaba. Pero también con alivio de sentirse a salvo, lejos de las amenazas a su vida y la de su familia.
“La policía nos pidió nuestros documentos y llevaron a un traductor. Nos envió al primer refugio donde están las personas que piden asilo. Solo nos indicaron qué trenes debíamos tomar. Íbamos cargados de maletas, también las niñas. El siguiente tren lo tomamos a las 12 de la noche, no teníamos abrigos así que pasamos frío en la espera. Luego debíamos tomar un bus, cuando bajamos de este, nos dejó en una carretera donde solo había maleza.
Tomé de las manos a las niñas con mucha fuerza y empezamos a caminar, en lo oscuro, no se veía nada. Caminamos por un kilómetro, cuando mi esposo y otra persona encontraron los campamentos. Hicimos una fila para dar nuestros datos. Pese a las buenas condiciones, yo aún estaba en shock. Nos quedamos los 4 en el mismo cuarto, a eso de las 3 de la mañana.
A las cinco de la mañana tocaron la puerta para que limpiaramos todo, hacer nuestras maletas y ordenar porque teníamos que ir a las oficinas para que tomaran nuestros datos. Pasamos esperando todo el día, desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. A esa hora nos dicen que ya no tenían tiempo de recibirnos y nos mandan de nuevo al campamento.
A las diez de la noche nos llega una carta, nos enviarían a otro campamento al sur, de nuevo, a las cinco de la mañana del día siguiente. Tomamos un bus donde habíamos personas de diferentes países. En el campamento nos revisaron todo, nos decían que era un lugar muy peligroso”.
Ana, explica que cada refugio tiene sus reglas, pareciera que son como “pequeños países dentro de Holanda”. En algunos, revisaban minuciosamente los tatuajes de su esposo, en otros, interrogaban cuidadosamente a sus hijas. “nos cuestionaron por qué llegamos a ese país. Te tratan como un criminal, te sientes intimidada. Yo les dije que no estaba aquí porque yo quiera, sino porque tenemos amenazas en nuestro país”.
“Ese segundo refugio está dentro de una especie de bosque, se ve como un lugar abandonado. Ahí había un ambiente de drogas, alcohol, gritos, peleas con cuchillos. Había gente que llegaba con otros fines, no quería ni salir al baño mucho menos dejar que las niñas estuvieran solas. Nos daban una tarjeta para retirar comida: leche, sobres de consomé para hacer sopas, comidas congeladas y pan.
Conocimos a una familia de Venezuela que nos mostró un supermercado a 5 kilómetros a pie del campamento. Compramos alimentos que nos pudieran durar muchos días para no ir continuamente. Los primeros días pasamos con diarreas los cuatro, porque la comida del lugar era horrible. En ese campamento no había nadie en las oficinas. Estuvimos 15 días.
Después nos trasladaron a un tercer refugio, al centro del país, donde estuvimos un mes. Ahí pedimos atención psicológica porque la niña quería jugar y salir, pero no podíamos dejarla y se puso muy mal, ese campamento fue muy estricto. La niña lloraba mucho, ella quería andar corriendo. Mi hija mayor pasaba llorando, comía muy poco, estaba en depresión. Mi esposo fue a hablar con los encargados si había actividades para las niñas, pero solo habían hasta los 12 años y luego a los 15 en adelante, justamente para mi niña de 13 no habían.
También pedí cita para mí, ya no aguantaba, me sentía ahogada. Cuando pedimos el psicólogo nos dijeron que nos iba a llegar la cita. Logramos que la niña fuera a una escuela, pero al llegar de regreso al campamento se volvía a deprimir. En la escuela hizo amistad con unas niñas, pero al mes nos dicen que nos cambiarían de campamento y ella se puso mal otra vez porque ya estaba conociendo personas nuevas y se había abierto con ellas.
El cuarto refugio donde les enviaron era el anterior, aquel bosque abandonado donde convivieron en un ambiente de drogas, gritos y peleas. Sin embargo, ahora lol habían remodelado. Habían hecho cocinas para todo el edificio. Cocinar en medio de cientos de personas de diferentes culturas con distintas tradiciones fue todo un reto, algunas personas no querían que otro se acercara mientras cocinan”.
En su relato, Ana devela los impactos que dejaron todas estas situaciones en su salud mental la de sus hijas y su esposo. Los ruegos por atención psicoemocional llegaron hasta que se encontraron en el cuarto refugio, casi un año después. “En los campamentos, no dejé sola a mis hijas, hay de todo tipo de gente, con problemas psicológicos que no son tratados. Un día, estaba jugando con ellas en el pasillo del edificio, cuando vimos a un hombre que se estaba acuchillando. Tomé a mis hijas, les puse audífonos, nos pusimos a jugar y a bailar para distraerlas, pero mi esposo se alteró, quería intervenir pero le decía que no se metiera, pero se alteraba más. Yo sentía que me estaba volviendo cada día más loca. En este refugio estuvimos 6 meses”.
“Nos volvíamos locos encerrados en el cuarto. Nuestra insistencia por atención psicológica no fue escuchada, por más que les lloramos. Entonces hablamos con unos holandeses y ellos llamaron a las oficinas. See crearon grupos de estudio y actividades para las niñas y una escuelita para los adolescentes”.
La hija adolescente de Ana estaba cada vez peor. Pasando por la adolescencia en medio de todo lo que estaban viviendo en los refugios. Sumado a eso, la violencia intrafamiliar iba en escalada, el cuarto era un ciclo de gritos, llantos, reclamos, silencio. En esta etapa, también Ana cuenta cómo gestionó las primeras menstruaciones de su hija y todo lo que esto implica, en medio del exilio.
“Ella tenía mucho sangrado, no quería salir con más razón en esos momentos. Yo le empecé a explicar todo lo necesario para su higiene menstrual. Tuve que comenzar a leer libros sobre su etapa y la de la más pequeña, hice de psicóloga para ellas, porque ellas no me van a confiar, solo con gente de su edad pero no tenían amigas ni hablaban con nadie”.
La travesía no termina ahí, las mueven al quinto refugio. Les prometieron tener la entrevista esperada para su proceso de asilo. En este campamento, no hay cocinas. La familia vuelve a la comida congelada y a las diarreas. “Nos daban poquito dinero porque ellos nos daban comida, pero ahorramos para una cocina eléctrica, ya no podíamos más”.
“A mi hija chiquita le gustaba la escuela, pero al llegar a la casa volvía la depresión. Discutía por todo con mi esposo, las niñas veían todo eso, ya no nos teníamos respeto. Cuando iba a pedir ayuda solo me decían “ajá… ajá”, como que no le creen a una. Ellos no hacen caso, hay gente con casos más graves de salud mental que a uno no le hacen caso ya”.
En la escuela, su hija de 13 años hizo amistad con un niño originario de Sirya, hablaba varios idiomas, incluyendo el español. “Ese niño era muy inteligente y lo queríamos mucho. Un día, nos dieron la noticia de que se había ahorcado. Una noche antes él le había escrito. Fue un golpe muy duro para los cuatro, porque sabíamos que eso había pasado por la falta de atención en salud mental. Después de eso, dormíamos los cuatro en la misma cama, pese a los problemas, a que nos estábamos matando. Nos afectó mucho”.
En ese quinto refugio pasaron un año, hasta que llegó el día de la entrevista. De inmediato, las autoridades de Países Bajos les dio positivo, con lo que lograron aprobar su proceso de asilo. Luego, los enviaron al sexto refugio, pero ahora era para esperar su casa. “Nos enviaron al norte, a esperar casa, nos dijeron que esperaríamos 6 meses. Volvimos a pedir psicólogo, nos dijeron que esperáramos y dijimos que en todos los refugios nos habían dicho lo mismo’’
Ahora, con una casa estable y su proceso de refugio en camino, un nuevo proceso inició. Debían aprender el idioma, buscar un empleo, hacer trabajo voluntario, la escuela de las niñas. Entonces los problemas entre la familia siguieron. “Por todo había tensión. Hablé con el médico y nos mandó por fin con el psicólogo. La niña ya no hablaba, mi esposo estaba muy mal. Pero por fin, a todos nos dieron seguimiento. Nos dijeron que mi esposo tenía los mayores traumas, por todas las amenazas en Nicaragua”.
“En los refugios somos tratados como locos”, dice Ana. Afirma que el verdadero refugio, para ella, fue mantenerse unida a su familia. “La salud mental no está contemplada en los refugios, no nos hacen caso. A pesar de las peleas, nuestro refugio era estar los cuatro juntos, y hablar con uno que otro latino”.
Con el tiempo, han logrado procesar todo este camino, sanar algunas heridas y lograr la entereza para llegar a acuerdos de sobrevivencia. Los esposos acordaron que Ana trabajaría medio tiempo y él jornada completa. Ella logró que validaran su título de contaduría y finanzas públicas, pero aún necesita mejorar su holandés, trabaja en una empacadora y logró llegar a un puesto de levantar pedidos, gracias a su curriculum. Él se certificó como pintor, ya que no logró certificar sus estudios de administración de empresas.
“Nos hemos recién acoplado, estamos reconstruyendo lo que iniciamos en Nicaragua. Ahora, mi niña pequeña está mejor, ya domina más el holándes que el español. Sigue insistiendo con salir a jugar, pero aquí en el invierno no se puede salir mucho, ya tiene 8 años. Mi otra hija ya tiene 18, está en la universidad, estudia diseño gráfico y colabora con el papá con algunos diseños que le piden para pintar. Todo va caminando”.
Ana y su esposo participaron en varias protestas en Holanda por la libertad de Nicaragua, con precauciones como tapar su rostro o no dar sus nombres. Ella dice que participar en estas actividades no les perjudica en su situación migratoria en Holanda, pero sí podría afectar a sus familias en Nicaragua. “Una vez le dimos una entrevista a una periodista de Nicaragua que estaba en Holanda, le dije que no sacara mis fotos, fotos de las niñas ni mis nombres, pero lo sacó todo. Me sentí decepcionada porque si algún día pensaba regresar a Nicaragua, esto lo botó todo. También pensamos que nuestras familias están allá y ellos son los que iban a sufrir”, dijo.
Aún así, ella asegura que va a seguir manifestándose en protestas por su país, “porque hay que dar a conocer la realidad en la que están viviendo muchas personas ahora y, después de todo, siempre guardamos la esperanza de volver algún día, cuando ya no esté este hombre”.