¿Miedo a qué?  

Desde el principio quiero dejar claro mi argumento: en El Salvador vivimos un temor impuesto que va más allá de la delincuencia; hoy es el Estado quien lo perpetua. 

Por Keyla Cáceres

Este fin de semana resultó revelador. Ya media población sabía que los homicidios por violencia criminal no habían desaparecido de la noche a la mañana, sino que eran resultado de acuerdos y treguas entre gobiernos, tanto del Ejecutivo como de las alcaldías y las pandillas organizadas. 

Crecí en un cantón marcado por la presencia de la mara. Durante mi adolescencia sufrí una paliza tan brutal a manos de uno de sus miembros que pasé una semana hospitalizada y más de dos meses con inflamación cerebral y facial. Aquel agresor actuó con impunidad porque quería llevarse a mi sobrina y a mi hermana de la casa por la fuerza. Esta experiencia no es un episodio aislado, refleja una verdad más amplia sobre la complicidad entre poder e impunidad. Así actuaban las maras y pandillas, las autoridades contaban con toda esta información, pero era más fácil negociar que resolver. 

Vivimos en zozobra del hostigamiento de este criminal cinco años, hasta que un día lo capturaron y no volvió. Seis años después de esa golpiza nos fuimos con mis hermanas y mamá de la casa que a ella tanto le costó construir. Mientras vivía allí, fui testigo de cómo, bajo la administración de Funes y su programa PATY, el gobierno del FMLN favorecía a familias de pandilleros, a sus parejas e incluso a los recién iniciados en estos grupos. 

De manera similar, a nivel nacional, el actual gobierno ha negociado con las pandillas para asegurar su triunfo electoral. Investigaciones periodísticas recientes muestran que el 80 % de los votos de Nuevas Ideas provino de la presión que los criminales ejercieron sobre la población salvadoreña. Frente a estas evidencias, el inconstitucional presidente se limita a preguntar: “¿Miedo a qué?”. 

La respuesta clara a las 2:51 a.m. del 5 de mayo es: miedo a que su castillo de naipes se derrumbe. Porque, al final, todo poder asentado sobre la opresión y los cuerpos desaparecidos es frágil. Tal como dijo Marroquín, “sin cuerpo no hay delito”, pero esa frase se desmorona cuando madres y familiares exigen justicia por sus seres queridxs desaparecidos. Cada lluvia deja al descubierto sus mentiras. 

Tienen miedo de que hoy el poder real –el que mueve los hilos de esos títeres visibles– reclame lo que les pertenece. Este fin de semana sentí de nuevo lo que vivía en ese cantón, con un marero afuera de mi casa contando balas en el tambor de su revólver. Es lo mismo que estamos viviendo a nivel nacional desde 2019. 

El Ejército y la PNC cuentan las balas fuera de nuestras casas, nos imponen un toque de queda silencioso bajo un régimen de excepción, y este miedo se ha intensificado, acompañado de un frío similar al de la muerte. Este temor nace de la pasividad en la que estamos sumidxs. 

Este gobierno nos ha quitado todo. El último aliento que nos quedaba nos lo arrebató el régimen de excepción. Son muy pocas las personas que no conocen la historia de alguien capturado y desaparecido siendo inocente. Sin embargo, a “Charly” lo dejaron en libertad; a “Crook” y a “Liro” los enviaron a Guatemala.  

Se han burlado en nuestra cara y juegan con nuestra vida para alcanzar sus aspiraciones, es tanto el miedo de este pueblo que decide levantarse a las 2 de la mañana a trabajar y no salir a buscar una respuesta, porque quienes se han atrevido a hacerlo han terminado presas como la mamá de Paola.  

La mayor paradoja es que no nos temen a nosotrxs, el pueblo que apenas se levanta para sobrevivir; Le temen a quienes financian sus campañas y ordenan acabar con los acuerdos criminales porque son insostenibles. Para descubrir quienes nos gobiernan de verdad, debemos seguir desenterrando cadáveres. 

PD. A quienes celebran la persecución de periodistas: sepan que no se diferencian en nada de los seguidores y militantes de Nuevas Ideas.