Por Periodistas feministas nicas
“Nos están matando” es el grito de dolor, ira y lucha de muchas mujeres que se organizan de múltiples formas para hacer frente a las violencias machistas en nuestro país”. Sharon López-Céspedes (2023).
En la región centroamericana los femicidios han pasado de ser una alerta o una emergencia, a ser una crisis que deshumaniza a las mujeres, en las que las sociedades parecen insensibles frente a las constantes noticias que dan cuenta con más o menos morbo de la violencia machista.
En Nicaragua, aunque el concepto legal de femicidio ha sido reducido a referirse únicamente al marco de relaciones de pareja; todavía permanecen algunas expresiones feministas que resisten a la violencia del Estado, y que siguen haciendo esfuerzos importantes para registrar y analizar las violencias letales contra mujeres por razones de género: documentando durante los primeros seis meses del 2023, 48 femicidios, con una serie de particularidades que dan cuenta, de que la seguridad, los derechos y las vidas de las mujeres y niñas están en constante riesgo y peligro.
Para ampliar la comprensión de este delito, Marcela Lagarde (2006) señala que este crimen es “el genocidio contra mujeres, que está sostenido históricamente desde prácticas socioculturales que de forma cotidiana atentan contra la integridad, dignidad, salud, libertades y vida de las mujeres y niñas”. De forma complementaria, Rita Segato propone que esos crímenes son “el último gesto de una cantidad de gestos menores, que son un caldo de cultivo que causa el último grado de agresión, que sí está tipificado como crimen”, alentado, además, por el machismo y la misoginia, convirtiéndolos en una violencia pública y de poder.
De los 48 femicidios ocurridos durante el primer semestre de 2023: 2 femicidios corresponden a niñas menores de 18 años de edad, la primera de 13 años y la segunda una adolescente de 17 años de edad; 16 corresponden a mujeres de entre los 18 y 30 años de edad; 24 estaban entre los 31 y 60 años; 4 mujeres eran mayores de 61 años y de 2 de las víctimas, se desconocen sus edades. En su mayoría las víctimas eran originarias de Managua, seguidas por mujeres del Caribe Sur y Norte, en menor proporción mujeres originarias de la zona norte (Jinotega, Nueva Segovia, Estelí, Matagalpa) y zona central (Boaco, Chontales, Rivas, Río San Juan) de Nicaragua.
En todo el país se incuban aprendizajes de la masculinidad hegemónica y patriarcal. Siguiendo la línea argumentativa de Segato, en relación con las tolerancias sociales hacia la violencia machista: María Teresa Blandón señala que “si dibujáramos en una pirámide a nuestra sociedad nicaragüense, según los niveles de tolerancia ante la violencia machista, en la cúspide veríamos un total rechazo y condena al femicidio, pero según vaya bajando en la pirámide, veremos cada vez mayor tolerancia ante otras formas de la violencia machista, formas de violencia que ni siquiera se consideran como tales, es decir, la naturalización es total”.
En 2021, la ONU Mujeres contabiliza 81,100 mujeres y niñas víctimas de femicidio a nivel global, y de esa cifra cerca de 45 mil mujeres y niñas fueron asesinadas por sus parejas y diversos familiares; es decir que en promedio, más de cinco mujeres y/o niñas son asesinadas cada hora por algún familiar, sus exparejas o parejas afectivas. Las cifras de América Latina y el Caribe, no son menos alarmantes, ya que durante el año 2021 al menos 4,473 mujeres y niñas fueron asesinadas y, a finales del año 2022, las cifras de femicidios llegaban a más de 4,500, mujeres y niñas.
En Nicaragua las cifras de mujeres asesinadas por sus conocidos tampoco es menor, sigue siendo una violencia “normalizada” que refleja la peligrosidad histórica trazada en sus corporalidades. De los casos documentados, el 46% de los autores de los femicidios fueron las parejas de las víctimas, y si a ello le sumamos que el 17% fueron otros familiares (12%) y las exparejas (5%), la cifra aumenta en un 63%: es decir, ellas perdieron la vida a manos de hombres cercanos, íntimos, afectivos y de confianza, que respondieron a mandatos patriarcales para continuar matándolas. Estos femicidios, en la mayoría de los casos están precedidos y acompañados por otras violencias machistas.
En el período documentado; 12 mujeres nicaragüenses migrantes fueron asesinadas, 2 de ellas radicadas en Guatemala, 3 en Estados Unidos, 6 en Costa Rica y 1 en Honduras. Estas mujeres fueron víctimas no solo de la violencia de género, sino, de una serie de violencias y vulnerabilidades sostenidas desde una matriz colonial, patriarcal y capitalista, desde la que María Lugones señala se viene jerarquizando la vida de las mujeres, racializándolas y considerándolas de poca valía, obviando el análisis de una realidad migratoria que las expone a múltiples opresiones.
Los femicidas reflejan masculinidades que se disponen para la crueldad, producto de la socialización de género y los constantes entrenamientos para una vida en continua violencia y guerra, la que, además, cuenta con la complicidad del Estado y de los diversos poderes económicos, socioculturales y políticos, que por acción u omisión les deja actuar en total impunidad.
Situación que se ve reflejada en el registro noticioso, que señala que más de 25 de los femicidas ya habían sido denunciados por violencias previas. Si bien, 15 femicidas se encuentran detenidos, ninguno cuenta con sentencia judicial firme, que les condene como responsables y se establezcan los correspondientes años de privación de libertad, por otro lado, 28 siguen prófugos de la justicia, y 5 han fallecido, de ellos 3 producto de suicidios al momento de terminar con la vida de las víctimas.
Los femicidas en su mayoría son hombres adultos jóvenes, del registro de los medios de comunicación se desprende que 15 hombres se encuentran entre los 31 a 60 años de edad, y 8 entre los 18 y 30 años, siendo un total de 23.
Sin embargo, en los medios de comunicación no se ofrece mayor información respecto de los femicidas, pero si se señalan conductas violentas previas al femicidio entre ellas: acoso, golpizas, amenazas, y expresiones de violencia publicadas en las redes sociales de las parejas y exparejas, y durante el femicidio los medios reportan el ejercicio de violencia física, sexual, e incluso robos en los hogares de las víctimas.
La inoperancia histórica del sistema de justicia y de sus operadores estatales, ha sido denunciada permanentemente por el movimiento amplio de mujeres y feministas de Nicaragua, responsabilizando al Estado por la injusticia e impunidad en la que permanecen un gran número de femicidios, y otros crímenes que le acompañan.
Durante la última década el movimiento ha denunciado el desmantelamiento de la ruta de acceso a la justicia especializada en materia del derecho a vivir libres de violencia, situaciones que envían mensajes claros de una sistemática impunidad que habitúa y programa no solo a los sujetos femicidas, sino a las sociedades que trasmutan lo vivo y su vitalidad en cosas, en este caso transformando los cuerpos de las mujeres y niñas en cosas que pueden ser tomadas y destruidas en total impunidad.
Al menos cuatro de las mujeres adultas asesinadas por femicidio, al momento del crimen, estaban acompañadas de sus hijas e hijos menores de edad, quienes presenciaron los hechos e intervinieron en la defensa de las adultas. En dos de esos casos, se reportó que los femicidas, además de darse a la fuga, hirieron de gravedad a dos menores: uno de los casos fue una menor de 13 años de edad, quien no sobrevivió a las heridas producidas por arma blanca.
El trabajo de registro de la violencia femicida no sólo visibiliza y analiza los crímenes misóginos, sino porque aporta a percibir las diversas manifestaciones de la violencia patriarcal en las distintas escenas de la vida de las mujeres y niñas, sacándolas de las lógicas de la intimidad, de lo doméstico-familiar, recuperando miradas articuladas en análisis de la categoría de género interseccional, es decir, inseparable de otras diversas opresiones y discriminaciones, exponiendo que las violencias de género se hacen parte de otras escenas, públicas y bélicas, que permiten, según Segato, situar en la imaginario colectivo que la violencia de género junto a otras categorías de opresión se instalan en lo público, político, económico y colectivo.