Cuando tocan a una, nos joden a todas

Mariana Moisa
Columna feminista dominical

Acompañar casos de cualquier tipo de violencia desde los feminismos significa para muchas, involucrarse, que te afecte, que decidas poner el cuerpo. 

No somos madres de las víctimas, ni tenemos superpoderes, solo decidimos acuerparnos, compartir los dolores desde el mismo lugar que el patriarcado nos ha dado a todas, eso sí, cada cual con sus matices, pero al final es el mismo lugar de subordinación.

Cada vez que sale algún caso de violencia en medios y algún neandertal pregunta ¿y las feministas adónde están?, pienso en Ella y en la profunda huella que deja acompañar desde los feminismos. 

Ella

A Ella la conocí hace ya bastante tiempo, me contó que le gustaba leer, que quería tener otro nombre, que quería tener una vida feliz, me dijo que les gustaba enamorarse, pero, que los hombres siempre le rompieron el corazón, el primero fue su padre, porque se fue de la casa y la dejó sola, se aferró a la idea de que su infancia habría sido diferente con su papá en casa.

Papá volvió. Primer acto

La adolescencia la encontró llena de curiosidad, valiente, aventurera; cualidades plausibles a cualquier persona, bueno, no para las mujeres y menos para las niñas. Papá la ayudó a salir de la casa, él tenía una amiga que era dueña de un restaurante que quedaba cerca de la terminal de buses, Ella ayudaba en lo que podía, solo tenía 12 años, y atender a los clientes aún no podía, no porque tuvieran problemas en vender a una niña, sino porque papá tenía amigos peligrosos.

¿Les dije que Ella me dijo que quería ser feliz, que le gustaba enamorarse…? A sus 12 años encontró el amor, era uno de los amigos de papá, joven, valiente y aventurero, cualidades plausibles a cualquier persona, bueno, para los hombres y también para los niños. Después de una pelea en el restaurante, el joven la cautivó a Ella, vivieron un romance como el que vio en las telenovelas, le dedicó canciones, borracheras y peleas, la celó, la besó aunque ella no quería, la abofeteó y la violó, todo lo que Ella sabía del amor era justo lo que había vivido, ¡no podía estar más feliz!. El joven le pidió permiso al papá para llevársela, desde ese momento Ella sería problema del joven valiente, y con esas mismas palabras “la pidió”. Papá tuvo que irse de la ciudad, se había hecho pareja de la dueña del restaurante, se fueron muy lejos, pero Ella le dijo que no se preocupara, que Él se haría cargo.

La hermosa campiña salvadoreña 

Eran jóvenes de la ciudad, pero Él debía irse a un lugar retirado, y la comunidad rural donde su madre había nacido era ideal, llegaron a la casa de la familia, casi toda la familia materna habitaba la comunidad, poco a poco Él se fue adaptando, tenía trabajo y amigos, Ella en cambio, estaba cada vez más sola, no tenía amigas, es que a ella le gustaban otras cosas, leer, bailar y enamorarse, pero nada de eso podía hacer en la comunidad, su nueva familia la controlaba, no la dejaban hablar con nadie, la suegra les hizo una champa, a Ella la obligaron a embarazarse, vino una y en seguida el siguiente. Él la seguía amando como en las telenovelas, solo que ahora la golpeaba más fuerte y ya no le dedicaba ni canciones ni peleas, ni borracheras, Ella estaba cada vez más sola, su única alegría eran las llamadas de papá. Él solo le dio amor al alcohol.

La vida en la campiña podría ser idílica, pero la realidad de las comunidades es otra, las maras la habitan. Él, seguía siendo joven, aunque bastante débil, sus amigos se burlaban porque bebía demasiado y porque Ella era muy guapa y Él muy feo, se burlaban cada vez que Ella lo iba a recoger cuando estaba borracho; el amor de la telenovela había desaparecido y Ella lo sabía.

Con la ayuda de papá, lograron irse de la champa y consiguieron una casita, no tenía ventanas ni puertas, cerraban con tablones y telas, Él había prometido ponerlas.

Una tarde un vecino que la apreciaba le dijo ¿por qué no te vas? ese hombre no te quiere, Él ya te regaló a los bichos.

Ella sabía, por papá, que eso podía ser cierto, esa tarde se asustó, dejó a la niña más grande en la casa de la suegra, y se llevó al más pequeño a casa, cerró con las maderas y las telas y pensó que si tuviera puertas se sentiría más segura. se escucharon muchos pasos afuera, no quiso asomarse, estaba oscuro y decidió no encender ninguna vela, los bichos tiraron de un solo golpe las maderas, llegaron a reclamar su regalo, la tiraron al suelo y la violaron, uno a uno, eran diez, Ella los contó; mientras la violaban ella pensó en su hijo pequeño que estaba mirando, le dio miedo que lo mataran, pensó en las puertas que no tenía y que quizá la habrían protegido, si tan solo Él hubiera cumplido con ponerlas… también pensó que el tiempo se había detenido porque no dejaba de atravesar su cuerpo.

De repente algún ruido o algo hizo que se fueran rápidamente, Ella estaba confundida, no salió de casa hasta que amaneció, fue a donde su suegra, recogió a su hija y regresó a su casa, ya no cerró con las maderas ni con las telas, desde ese día ya no pudo volver a dormir.

Él volvió a amarla como en las telenovelas, dejó de pegarle y volvió a las bofetadas, a los celos, a dedicarle canciones y peleas; pero Ella no volvió a ser la misma, porque siempre supo que Él no pondría las puertas a la casa y que nunca volvería a estar segura. Y así fue, porque en la calle no tuvo lugar en dónde poner puertas ni ventanas. La asesinó la misoginia.

En memoria de Ella y de todas

Mariana Moisa, antropóloga feminista, entusiasta de las comunicaciones, la tecnología y la despenalización del aborto, integrante de Las Incómodas Feministas