Sobrevivir a un aborto siendo migrante en Estados Unidos

Por Dora Luz Romero

La historia de una nicaragüense que salió embarazada, sufrió un aborto espontáneo y pasó 12 semanas sin poder acceder a un ginecólogo en Estados Unidos

En medio de la madrugada, María, como le llamaremos para proteger su identidad, comenzó a sentir contracciones. De pronto empezó a sangrar y sangrar. Estaba sola, pero se sentía emocionalmente preparada, asegura. “Estoy tan sola que debo preparar mi comida aún convaleciente”, cuenta. Unas semanas antes le habían dicho que tenía un aborto retenido, que es cuando el feto muere, pero el cuerpo de la mujer no lo expulsa.

Fue un proceso complicado. María, quien ya se había hecho la idea de tener un bebé a pesar de las dificultades que eso implicaba siendo migrante en Estados Unidos, pasó varios días esperando que su cuerpo lo expulsara. No tenía un doctor a quien recurrir, tampoco un seguro médico.

María llegó a Estados Unidos en julio de este año. Se vio forzada a salir de Nicaragua porque trabajaba para una empresa cuyos empleados eran perseguidos por el régimen de Daniel Ortega para ser encarcelados. No tenía alternativa. Así que salió por punto ciego rumbo a Costa Rica y después se compró un boleto de avión para viajar a Estados Unidos, donde vive su pareja de hace seis años y con quien mantenía una relación a distancia.

Había viajado a Estados Unidos como turista en múltiples ocasiones, desde 2009, pero asegura que nunca le gustó la vida de inmigrante en ese país. “En Nicaragua, aunque no tenía lujos, consideraba que tenía todo para vivir bien y sin muchas preocupaciones: trabajo formal en un país donde el 70 por ciento de la economía es informal, seguridad social, mis bienes que conseguí acumular durante 15 años de trabajo para la empresa, que fue confiscada por el Gobierno”, cuenta.

Los primeros días fueron duros, dice. “Venía estresada, muy triste por dejar a mi familia, mi vida, pero debía resguardar mi libertad. En lo único que pensaba era cuándo iba a regresar a Nicaragua y retomar mi vida”.

Desde el día que supo que estaba embarazada comenzaron muchas dudas y preocupaciones.  “No voy a mentir, debido a mis circunstancias entré en pánico”, confiesa e inmediatamente se le cruzó una pregunta que en realidad en varias preguntas en una sola: “¿Qué voy a hacer ahora con un hijo en un país donde por ahora no tengo papeles, no tengo familia, no tengo seguro, no tengo ni siquiera un vehículo para movilizarme, no tengo empleo, no estoy segura de si me van a dar o no el asilo?”. En ese momento, dice, no pensó que contaba con el apoyo de su pareja, quien sin duda asumiría su paternidad y que al contarle sí se puso contento.

Las preguntas seguían llegando: dónde se haría sus controles prenatales, cuánto costaba un parto. “Mi pareja tiene seguro médico, pero no me podía cubrir el proceso porque no estamos casados y no tengo estatus migratorio permanente”. Empezó a leer en Internet y se enteró que un parto para alguien sin seguro médico sobrepasaba los 20,000 dólares y hasta 60,000 dólares si era por cesárea. “Saber eso me tenía angustiada, no sabía a quién recurrir para que me orientara qué debía hacer, ni a qué clínica ir, si había programas para inmigrantes”, cuenta .

Una amiga de la familia que la acogió y donde vive le recomendó ir a una clínica estatal y que ahí se realizara sus chequeos y que expusiera su caso. Estaba la barrera del idioma. Tuvo que esperar varios días hasta que alguien que hablara inglés la acompañara para poder explicar con claridad su situación. Después de un primer chequeo por el que pagó 15 dólares le dijeron que se comunicara con otra área para que le indicaran cómo aplicar para que un programa estatal le cubriera el parto.

Llamó unos días después y le pidieron los ingresos de las personas con las que vive, recibos de servicios básicos, entre otras cosas. “Aunque parecía sencillo, lo cierto es que la familia no me quiso facilitar la documentación, porque en EE. UU. la gente es muy recelosa con esa información. A mi pareja no quise involucrarla, porque sus ingresos, que son temporales, superaban los umbrales requeridos para que el programa estatal me diera cobertura”, cuenta.

María tenía 11 semanas de embarazo, estaba desesperada porque no había podido ir a un ginecólogo para saber cómo estaba. Le contó a una venezolana que había tenido dos hijos en Estados Unidos siendo migrante igual que ella y le recomendó ir a una clínica del Departamento de Salud y que expusiera su situación para que la incluyeran en un programa de migrantes sin papeles. “Así fue que me programaron mi primera ecografía”, cuenta.

Llegó a la cita y cuando la doctora le estaba realizando la ecografía la vio inquieta y supo que algo no estaba bien. “Que todo parecía que el bebé había dejado de formarse a las seis semanas… Ordenó que me remitieran a una ginecóloga para que confirmara su diagnóstico y ella me indicaría cuál sería el procedimiento, porque todo apuntaba a un aborto retenido”, cuenta.

“Yo no sabía cómo reaccionar. Solo recuerdo que lo asumí con serenidad y sobre todo me decía: fue lo mejor, porque, a parte que no tenía condiciones económicas, pensar en cómo iba a cubrir el costo del parto se había convertido en una profunda preocupación.  Ya cuando se fue la doctora, empecé a procesarlo y empecé a llorar, pero hasta hoy sigo pensando que Dios es perfecto y sabía que iba a ser fácil para mí asumir la maternidad en un contexto muy difícil para mí”, dice.

Al día siguiente María llamó al hospital para hacer una cita con una ginecóloga y nuevamente le preguntaron si tenía seguro médico, así que no tuvo acceso. “Me tropecé con una muralla gigantesca. Aunque me habían contactado con una persona que me ayudaría a conseguir un Medicaid, que es un programa estatal, esperé por más de una semana, pero la señora nunca más me volvió a contactar, pese a que llamé en dos ocasiones. Decidí no insistir y dejar que Dios hiciera el proceso de limpiar mi matriz. Los síntomas del embarazo empezaron a desaparecer poco a poco. Dos semanas después, me aconsejaron llamar a una clínica Planned Parenthood, que en EE.UU. es muy polémica, porque es especialista en abortos y otras prácticas de salud sexual y reproductiva, pero sinceramente ahí encontré una luz”, cuenta.

Llamó, expuso su situación y le dijeron que le costaría 1,155 dólares por un embarazo de 14 semanas. “Tomaron en cuenta mi situación y me redujeron en 50% ese cobro”, cuenta. Para el día que a María le dieron cita ya había tenido un fuerte sangrado en la madrugada, pero decidió ir para que la revisaran y ver si todo estaba bien.

Su embarazo, la pérdida, todo ha sido un proceso traumático, dice. “He vivido muchas angustias”, confiesa. Primero saber que estaba embarazada sin tener papeles, luego tener un aborto retenido y no saber bien cómo estaba su cuerpo. “Me enfrenté al drama de conseguir atención médica, sin contar con un seguro médico”, asegura.