
Por Katy García
La gentrificación no es un concepto ajeno ni exclusivo de países desarrollados; la vivimos aquí, en nuestras calles, aunque no siempre la llamemos por su nombre. Este fenómeno, definido por la socióloga Ruth Glass en 1964, ocurre cuando las inversiones privadas «revitalizan» barrios populares, atrayendo a nuevos residentes con mayor poder adquisitivo, pero desplazando a quienes los habitaron por generaciones. Glass lo describió como «la invasión de los barrios obreros por las clases medias», y esa invasión hoy ocurre en espacios que definían la vida comunitaria y cultural de nuestras ciudades.
Si lo simplificamos, podríamos hablar de una fórmula:
Gentrificación = inversión + incremento en costos de vida = desplazamiento.
En nuestro país, el caso más evidente de gentrificación es el Centro Histórico de San Salvador, donde las inversiones han cambiado completamente la dinámica urbana. Hoy vemos cafés, galerías y turistas llenando las calles. Sin embargo, según un informe de La Prensa Gráfica (2023), el costo de los alquileres en esta zona ha aumentado en un 30% en los últimos cinco años, haciendo imposible para muchas familias permanecer en el lugar y han optado por vender sus locales o mercadería.
Además, un estudio de la CEPAL (2022) destaca que menos del 20% de las personas salvadoreñas tiene acceso a crédito hipotecario, lo que convierte a la propiedad de vivienda en un lujo inaccesible para la mayoría. Esto significa que no solo se están desplazando las comunidades de renta baja, sino que tampoco tienen opciones reales de vivienda digna en otras áreas.
El despojo también afecta al comercio informal, ese tejido económico que durante décadas definió el Centro Histórico. Muchas personas han perdido sus espacios de trabajo, y con ello, su principal fuente de ingresos. ¿A quién está beneficiando entonces este desarrollo?
En Guatemala, por ejemplo, el turismo en lugares como Antigua y el Lago de Atitlán han creado enclaves exclusivos que marginan a la población local. Según datos de Diane Davis, socióloga especializada en América Latina, “los procesos urbanísticos suelen están diseñados para beneficiar a las élites económicas”. Y no es solo teoría: un informe de Human Rights Watch (2021) señaló que el 25% de las familias en áreas afectadas por proyectos mineros han tenido que reubicarse debido a la pérdida de tierras y el aumento del costo de vida.
Ahora, todos están hablando sobre los problemas que enfrenta Puerto Rico, algo que Bad Bunny ha intentado plasmar en varias de sus canciones. En su último álbum, una de las más escuchadas aborda lo sucedido con Hawaii, y me parece increíblemente poderoso cómo lo cotidiano en la música logra conectar con tantas personas. Esto ha llevado a comparaciones con El Salvador, usando la frase: «Benito la cantó para Puerto Rico, pero yo la escucho en El Salvador.» No dejemos de hablar de esto, porque, al final, todo está conectado.
En El Salvador, proyectos como Surf City o la anunciada Bitcoin City podrían caer en la misma trampa. Aunque prometen modernización y crecimiento económico, ¿quién garantiza que no aumentarán las desigualdades? Si seguimos este camino sin medidas que protejan a la población vulnerable, podemos terminar replicando las peores prácticas de desarrollo urbano.
Un espejo incómodo: El Salvador como «isla de los chinos».
La metáfora de Hawaii en la canción de Bad Bunny resuena con lo que vivimos. En su letra, Hawaii crece económicamente gracias a inversiones externas, pero lo hace a costa de su identidad y conexión con lo que realmente lo define. En nuestro caso, los inversionistas externos —especialmente aquellos provenientes de China, como en el caso de megaproyectos— están impulsando transformaciones que podrían alienar a la población local y beneficiar únicamente a las élites económicas.
No estamos condenados a repetir estos errores. Necesitamos un modelo de desarrollo urbano inclusivo, que garantice que las inversiones no desplacen a nuestras comunidades, sino que las integren. Debemos exigir políticas públicas que prioricen el acceso a la vivienda y protejan el comercio informal, mientras fomentamos proyectos de desarrollo que realmente beneficien a todos.
Las cifras no mienten: 30% de aumento en alquileres y menos del 20% de acceso a créditos hipotecarios no son datos aislados; son una advertencia. Es hora de actuar, antes de que el espejismo del desarrollo superficial nos cueste nuestra identidad y deje a las comunidades más vulnerables aún más marginadas.
Porque al final del día, el desarrollo no debería medirse por cuántos turistas llegan, sino por cuántas vidas locales mejoran.