
Por Keyla Cáceres
En El Salvador, la bisexualidad sigue siendo una incomodidad para muchxs. Para algunas familias es una confusión. El Estado ni siquiera sabe porque aparece una “B” cuando se habla de diversidad sexual, por ende no hay políticas que nos nombren. Para algunxs activistas, somos la letra confundida, indecisa, en camino de… siendo cualquier cosa menos personas con capacidad de amar en plural. Aún en los espacios organizativos no logran abrazar la bisexualidad sin prejuicios.
Ser bisexual en este país es habitar la sospecha: ¿Acaso es una etapa? ¿Es una forma de infidelidad? ¿Es una indecisión? ¿Estamos confundidas? Vivimos en medio de un relato que nos exige definiciones tajantes: o sos de un lado o del otro. Pero ¿quién dijo que el deseo tiene que ser de uno o de otro color?
He aprendido que ser bisexual no es una moda, que no estoy confundida, que no es una excusa para ser infiel, ni una bandera cómoda para evitar el estigma. Es una forma de disidencia sexual que incomoda porque se niega a ser contenida en etiquetas rígidas. Es vivir desde la fluidez, desde los afectos, desde la posibilidad de amar en plural en un país que insiste en que solo hay una manera correcta de amar: heterosexual, monógama, conservadora, mojigatxs y silenciosa.
La invisibilidad no se limita a una sociedad heteronormada, si no incluso dentro de los espacios que deberían abrazar nuestras existencias. He escuchado en espacios organizativos frases como: “Se están definiendo”, “Es una etapa para terminar siendo….”, o “Las bisexuales tienen privilegios porque pueden ‘pasar’ como hetero». «Ah, pero estás con un hombre, entonces no podes hablar de diversidad sexual». La memoria feminista nos ha enseñado que lo personal es político. Y lo bisexual también lo es.
Hoy el contexto político nos quiere más calladas que nunca. El desmontaje institucional de políticas públicas con enfoque de género, la eliminación de manuales de salud LGBTI, y el silencio de los derechos sexuales y reproductivos son síntomas de un proyecto autoritario que le teme a la libertad, especialmente a la libertad del deseo. Nuestra existencia es molestía a una política pública que busca la hegemonía de la familia tradicional que hace años no existe en este país.
Aun así, existimos. Amamos. Nos nombramos -a veces por el miedo o la vergüenza a ser juzgadas-. Somos muchas quienes transitamos la bisexualidad desde la ternura, los silencios, lo privado, desde la rabia, desde la posibilidad de imaginar otras formas de vivir el amor y el cuerpo. Aún nos falta organizarnos, pero estoy segura que resistimos, escribimos, amamos, deseamos y vivimos los placeres desde nuestra pluralidad y libertad. Porque nombrarnos es también una forma de memoria política.
La bisexualidad no es ambigüedad ni mucho menos estamos camino a ser lesbianas o heterosexuales. Es afirmación. Es una apuesta ética y política por un mundo donde nadie tenga que elegir entre amar o ser libre.
Apostemos por un mundo donde el deseo no tenga que explicarse, donde amar no sea peligroso, y donde la bisexualidad o cualquier orientación sexual no se viva en secreto sino en libertad.