Derecho de piso

Por Virginia Lemus

El centro de San Salvador fue erguido con saliva y papel celofán. Durante el último siglo, esas cuatro cuadras han vivido diversas etapas de inhabitabilidad: primero, el centro era el falso epicentro financiero de, a lo mucho, dieciséis fincas de café; luego vinieron la pompa y boato  de una seguidilla de dictaduras Dollar City que habrían de convertir a San Salvador, por fin, en una ciudad con carácter, pero no debido a los militares, sino a pesar de ellos: aún hoy es posible encontrar, desvanecidas, como se ha desvanecido la bravura de sus autores, diversas pintas reivindicando cosas que hoy resultan absurdas: la democracia. La libertad. El pueblo unido. Elecciones libres.

El funeral de Monseñor Romero, como tantísimas marchas antes de ese Domingo de Ramos funesto, la habrían de salpicar de sangre. Es posible aún, si une pasa por la Calle Antigua Al Ferrocarril, encontrar un par de pintas escritas en sangre.

La farsa del cascuefinca ¹yassificado que hoy llaman Centro histórico habría de desmoronarse con el terremoto de 1986, que dio pie a que San Salvador se vomitase a ella misma hasta el absurdo que vivimos hoy, ese que dice que el Puerto de La Libertad, ajá, ese que apesta a letrina desde hace medio siglo porque un huracán hizo colapsar su sistema de aguas negras, es parte del área urbana de la capital. Diría que es un absurdo, pero qué no lo es ahora, seamos gente seria.

El punto es este: San Salvador fue erguido con saliva y papel celofán. Eso significa que no lo sostiene nada, no puede ocultar a nadie. Todo es transparente, todo se revela en este cantón de cuatro cuadras que damos por llamar ciudad. Todo, al parecer, menos la historia reciente.

Hace un año, en medio de un congreso Héctor Lindo, historiador, presentaba sus hallazgos sobre una serie de movilizaciones lideradas por vendedoras de verduras que ocupaban las cercanías del Palacio Nacional alrededor de 1921, esos mismos predios de donde hoy sus pares contemporáneas se han visto desalojadas y que eran ocupadas desde antes por el comercio ese que tan natural le resulta a quien camina la ciudad y tan feo le parece a quien solo le toma fotos. Se preguntaba él en altas, claras y pausadas voces por qué era tan difícil encontrar registro de movilizaciones como aquella, liderada por mujeres comerciantes, analfabetas, habitantes, en su mayoría, de las faldas del volcán. Ellas, tan claramente protagonistas de un momento álgido en la historia de la república, borradas de un tajo por no ser, a secas, las habitantes deseables del espacio público.

Una de las mayores ingenuidades en las que solemos caer es creer que la ciudad es de todes, que la habitamos por igual y con mismos derechos. Esto no es cierto. Poca gente entre esos 2 millones de personas que habitan hoy las cercanías de San Salvador ha nacido aquí: la gran mayoría de nuestras familias llegó a esta ciudad huyendo del hambre, del bombardeo, de la matanzinga.

La historia de ese éxodo también ha sido borrada: de no ser por una serie de tesis realizadas por estudiantes de Sociología en la UCA de 1985, yo no sabría, por ejemplo, que buena parte de los asentamientos urbano-marginales que encontramos a lo largo del Bulevar del Ejército fue compuesto por habitantes de apenas cuatro municipios de San Vicente. De no ser por una maricona que buscaba hacer cartografía de las culeras yo tampoco sabría, por cierto, que el edificio que queda esquina opuesta al Teatro Nacional fue hogar de las primeras oficinas de organizaciones trans en esta ciudad. 

De esto no hay un registro porque para habitar, para vivir en un espacio urbano, hay que pagar un derecho de piso que no es igual para todes.

La maricona habita bajodiagua. Incluso hoy, incluso ahora, incluso, a veces, yo. Mis vecinas son maricas, las de acá junto y las de enfrente. No nos conocemos ni cruzaremos palabra jamás porque es la bajodiagüez la que nos permite vivir seguras. Dentro de cinco, diez años, nadie dirá “en ese edificio vivían un montón de mariconas”, pero fue cierto, acá estamos, quién sabe hasta cuándo.

Hubo hace algunos años una maricona sentada en la Asamblea Legislativa. De haberse desclosetado ella, de haberlo hecho con orgullo, probablemente la historia la recordaría, pero sabe ella mejor que yo que la maricona habita siempre bajodiagua aunque herede cañales, aunque su familia sea responsable de destrozarle los riñones a tantísima maricona de la zafra y a toda su estirpe porque no hay prisión más grande para la maricona que haber nacido con dinero. 

Nadie va a recordarla a ella. 

A quienes habitaron antes que nosotras esta ciudad inmunda, sin embargo, aún hay quien las recuerde.

Decía, no todes habitamos la ciudad pagando el mismo derecho de piso. El nuestro, al parecer, es mucho más alto. Las mariconas han habitado San Salvador desde que este cascuefinca yassificado se fundó. Sabemos esto con la misma certeza que sabemos que desde sus inicios San Salvador tuvo entre sus calles a gente con callos o a quien no le gusta el arrayán: porque así de común es nuestra existencia.

Durante aquellos días de vendedoras haciendo tambalear al gobierno, como documentó Héctor Lindo, seguro también las hubo. Sobrevivieron bajodiagua, como hoy, pero quizá nuestragua es un tanto más pachita y esa es la diferencia. Habitaron, hacia 1950, La Praviana y otras zonas cercanas a la Plaza El Trovador; habitaron, desde finales de los setenta hasta el auge de las maras, el sótano de un edificio junto al Ministerio de Hacienda. Habitaron, desde finales de los ochenta, un subterráneo local cerca del Mercado Excuartel.

Pensar en El hoyo, antes llamado El hoyo de la iguana y, hasta su clausura, La leyenda de El hoyo, como el único espacio de ambiente (es decir, para las mariconas) que haya existido jamás en el Centro de San Salvador es una falsedad. Hay y hubo otros, insisto, bajodiagua: algunos salones de baile, algunos bares exclusivos para el trabajo sexual de mujeres trans.

Sin embargo, El hoyo habrá sido quizá el más longevo, una suerte de diez metros cuadrados maravillosos donde siempre me recordaré abrazando a alguna loca mientras lloramos ambas, conmovidas hasta el sereguete, viendo a la poderosísima hermana Juan Gabriel cantando. Así fue en aquel concierto en el Palacio de Bellas Artes. 

Durante años, todos aquellos desde que San Salvador se vomitó encima a sí misma, El hoyo estuvo protegido por el camuflaje de las ventas ambulantes. Cuando inició el reordenamiento del Centro y yo era aún lo suficientemente ingenua de creer que no sería posible gentrificar San Salvador porque nadie en su sano juicio daría un cinco por una ciudad tan fea, me recuerdo contándole a un amigo que llegué a la cuadra de El hoyo y no reconocí nada sino hasta llegar al Cine Metro. “Me pierdo sin las ventas”, le dije. 

Para entonces, ante su recuperada habilidad de respirar, El hoyo se había quitado las rejas rojas que se construyó para protegernos, para que adentro los albañiles bailaran bachata, para que las dragas se subieran a la mesa a cantar Evidencias de Ana Gabriel usando sus tacones como micrófonos, para que la Virginia bailara reggaetón con un compa de la organización sin que nadie llegara aventando bala a media noche. 

Mucha maricona que ha nacido con los cartelitos en inglés y las discas en la Escalón no te recuerda esos tiempos de balaceras afuera de Scape, de hermanas nuestras despedazadas en cafetales. El hoyo, sin embargo, recuerda y recordaba como recuerda la Patty Conde aquellos días en que los batallones de infantería de reacción inmediata mataban putas no por comunistas, sino porque podían. El hoyo sobrevivió a la dolarización y a la subida del pasaje de buses, a la caída de una dictadura y la instauración de una nueva. Esta semana, como ha pasado tantas veces antes ya, Salud y la Alcaldía Municipal han cerrado sus puertas.

La diferencia es que ahora no hay leyes, no hay orden, no hay más que el impulso avasallador de expulsar al pobre, hetero o marica, del centro, para que los gringos sin zapatos puedan pasearse a sus anchas por esa plancha de cemento que de histórica no tiene ni mierda.

Antes, cuando existían esas cosas de antaño como el estado de derecho, confiábamos en que sería posible pagar una multa, revertir un cierre. ¿Cuántas cantinas, cervecerías, salones de baile no han cerrado y vuelto a abrir en San Salvador desde su inauguración?

La diferencia es que la ciudad de saliva y celofán ha olvidado que lo es y cree, para empezar, que una ciudad es la suma de sus paredes y no la de pies que la transitan, las manchas que la adornan, los muertos que entierra.

El paroxismo de la expropiación ha llegado incluso a la puerta mejor oculta de esta ciudad inhóspita. Nuestro derecho de piso se ha vuelto impagable. No hay hogar ni ciudad ni bar para la maricona. ¿Adónde vamos a existir?

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Virginia Lemus es zurda, feminista, maricona y filósofa

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¹ Yassificar: viene de la palabra yass, que es una deformación en inglés de «yes» y tiene también su origen en el mundo drag. Se usa para hablar de alguien que está pintado, maquillado o arreglado en exceso, hasta el punto de que se ve irreal. Mas información: https://www.elindependiente.com/tendencias/2024/01/06/diccionario-generacion-z-palabras-funar-pec-kpopper/#google_vignette