El alto costo de la vida, los bajos salarios y el elevado precio de compra, contrucción y alquiler de casas son los principales factores que limitan el acceso a una vivienda digna para muchas personas en El Salvador. Tres mujeres, dos en zonas rurales y una en la zona urbana, enfrentan la realidad de vivir en áreas vulnerables. Sus historias reflejan la lucha cotidiana contra la precariedad y el desafío de asegurar un hogar seguro con ingresos limitados.
Por Kellys Portillo
*Este reportaje fue originalmente publicado en Alharaca
En El Salvador, el acceso a la propiedad de una vivienda digna se vuelve cada vez más complicado. De acuerdo con la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples de 2023, en 48 de cada 100 hogares, las familias no eran propietarias del lugar en el que residían. Una vivienda no solo proporciona techo, sino que también facilita el acceso a derechos esenciales como la seguridad, educación, recreación, empleo y salud.
Sury de León, residente en el reparto Don Miguelito, distrito de Mejicanos, en San Salvador Centro, repara constantemente su casa de láminas Desde hace cinco años, el suelo que sostiene su hogar ha sido devastado por los deslizamientos. Para prevenir más erosión, Sury cubre el terreno con más de 60 yardas de plástico. Sus ingresos, que no superan los $100 mensuales, le impiden mudarse a un área más segura para ella y su familia.
Cada temporada de lluvias, Ana Hernández y su familia monitorean el nivel del río Grande, en el caserío Las Conchas, distrito de Concepción Batres, en Usulután Este. Cuando el agua sube, trasladan sus pertenencias a zonas más altas para evitar daños por las inundaciones. Con ingresos mensuales de solo $120, la familia no puede permitirse una vivienda en un lugar más seguro.
Virginia Álvarez vive junto al volcán Chaparrastique, uno de los más activos del país, en el caserío La Curruncha, cantón El Borbollón, en el distrito de El Tránsito, San Miguel Oeste. Su casa, construida con láminas, se asienta sobre un terreno de piedras volcánicas. Ella no posee escrituras, solo un permiso de tenencia otorgado por la extinta alcaldía municipal de El Tránsito. Virginia vive en constante temor al desalojo y a los riesgos que representa la actividad del volcán.
Las tres mujeres comparten una misma realidad: viven en zonas de riesgo, carecen de escrituras de sus viviendas y no pueden acceder a un lugar más seguro debido a sus bajos ingresos. En El Salvador, con un salario mínimo de $365, mientras la canasta básica urbana cuesta $249.25 y la rural $176.21, las posibilidades de acceder a una vivienda digna son muy limitadas.
Los tres hogares enfrentan condiciones de pobreza. En El Salvador, el 40 % de la población, alrededor de 2,5 millones de personas, vive en alta vulnerabilidad económica, ganando entre $6,85 y $14 diarios. Esto sólo les permite cubrir algunas necesidades básicas. Un imprevisto, como una enfermedad o un desastre natural, podría empujar a estas familias a una situación de pobreza extrema, según el Banco Mundial.
"No contamos con una política pública de vivienda en El Salvador. A pesar de que en administraciones anteriores sí existían, actualmente solo hay lineamientos del Ministerio de Vivienda y del Fondo Social de la Vivienda. Esto deja al derecho humano a la vivienda desprotegido y sin regulación adecuada”, explica Teresa Ramos, coordinadora de la Dirección de Cultura y Derechos Humanos de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (FESPAD).
Los precios de las viviendas varían según la oferta y la demanda, generando incertidumbre para quienes perciben el salario mínimo. Con este ingreso, una persona puede acceder a un préstamo de hasta $25,000 a través del Programa Vivienda Social del Fondo Social para la Vivienda (FSV).
“El ingreso de una familia debe permitir que, al pagar por la vivienda, no se comprometan otros derechos humanos. Esto incluye que el gasto sea soportable y sostenible para las familias”, añade Teresa Ramos.
Una vivienda no sólo se compone de techo y paredes; debe cumplir con siete elementos esenciales según ONU-Hábitat: seguridad de tenencia, servicios básicos como agua potable y electricidad, asequibilidad, habitabilidad, accesibilidad, ubicación adecuada y respeto por la adecuación cultural. De acuerdo con el Mapa Socieoeconómico: guía para los 44 municipios de El Salvador, alrededor del 38 % de la población vive en condiciones de hacinamiento, es decir, varias personas o una familia numerosa comparten una sola habitación, lo que limita el bienestar físico y mental de cada integrante debido a la falta de espacio adecuado.
"Una política pública adecuada debe incluir regulaciones claras sobre el costo de la vivienda, accesibilidad para distintos grupos, y programas que garantizan el acceso para mujeres y familias de bajos recursos. Las mujeres enfrentan limitaciones significativas para acceder a la vivienda, en parte debido a que una gran proporción de ellas trabajan en la economía informal, lo que les impide cumplir con los requisitos de titularidad”, señala Teresa Ramos.
De acuerdo con el VII Censo de Población y VI de Vivienda, realizado y publicado en 2024, el 65.4 % de los hogares en El Salvador son propietarios de su vivienda. Sin embargo, no se especifica quiénes figuran como titulares de estas propiedades. El último boletín de Estadísticas de Género 2011-2021 de la Oficina Nacional de Estadísticas y Censos (ONEC) revela que sólo el 45,98 % de las mujeres en el país son propietarias de viviendas.
El acceso a una vivienda adecuada es un derecho humano reconocido en El Salvador y está incluido en el artículo 119 de la Constitución de la República. En este art. se establece que “El Estado procurará que el mayor número de familias salvadoreñas lleguen a ser propietarias de su vivienda”.
Por lo tanto, el Estado tiene la obligación de destinar recursos para garantizar el acceso a una vivienda digna para aquellos salvadoreños que aún no la poseen.
La casa de Sury se desmorona
Sury de León reparaba con láminas una parte de su casa en el reparto Don Miguelito, en Mejicanos, San Salvador Centro, mientras una parte se desmoronaba. En esta comunidad, que cuenta con más de 100 viviendas, algunas casas están en zonas propensas a deslizamientos. Durante las primeras lluvias de junio de este año, el suelo de la habitación de una de sus hijas y nietas comenzó a hundirse. Un estruendo alertó a Sury, quien corrió a ver qué había pasado: la erosión había formado un hoyo y la cama había caído al precipicio. Con lazos, lograron recuperar la cama desde el barranco.
Sury, de 48 años, vive en esta casa desde hace 11 años, y desde hace cinco, el suelo comenzó a deslizarse. Su hogar, hecho de láminas y troncos de madera, se levanta sobre tierra blanca. Bajo su mismo techo viven 14 personas más: su mamá, hermanas, hijas, sobrinos, y nietos; incluyendo cuatro niños menores, de 1, 5, 7 y 12 años. Todos forman una misma familia.
Antes de llegar al reparto Don Miguelito, Sury vivía en un cuarto tan pequeño que apenas cabía su cama. Esta situación la llevó a mudarse con Francisco, su padre, al reparto Don Miguelito. Hace más de 10 años, una vecina le pidió a Francisco que cuidara su casa mientras ella vivía en Estados Unidos. En 2019, él fue atacado por pandilleros de una zona cercana. Le dispararon en la cabeza. Esto le provocó inmovilidad en la mitad de su cuerpo. Falleció seis años después debido a una pulmonía que complicó su condición de salud.
Desde entonces, Sury asumió ser la jefa del hogar. Ella se encarga de enfrentar los problemas de la casa. “Por la necesidad, he aprendido a reparar las cosas de aquí. He sido creativa con poco para solucionar estos problemas”, comenta. Ha logrado reunir una pequeña caja de herramientas para las reparaciones necesarias. Además, tiene una pequeña tienda donde vende huevos, detergente, papel higiénico, jabón y bolsas con agua. Sus ingresos varían, no superan los $15 semanales.
El primer signo de deslizamiento en la casa de Sury fue la caída de un árbol de guayaba. A partir de ese momento, el terreno comenzó a erosionarse. Sury formaba parte del comité de Protección Civil en su comunidad, que atendía emergencias por deslizamientos, y conocía los protocolos para estos casos. Solicitó plástico para cubrir el suelo y evitar que el problema empeorará. Recibió 30 yardas y, de su propio bolsillo, compró 30 yardas más, cada una a un costo de alrededor de $9, para cubrir otra área afectada.
Con el tiempo, otras áreas de la casa también comenzaron a deslizarse. La familia contactó nuevamente a Protección Civil, quienes advirtieron que, si la situación empeoraba, la única solución sería evacuar la vivienda.
Durante la primera lluvia de junio, el suelo del cuarto de su hija comenzó a erosionarse mientras dos de sus nietas estaban en la habitación. Ambas lograron salir ilesas. Con ayuda de un sobrino, rescataron una de las camas y una zapatera que el hoyo había arrastrado y caído al barranco. Sury, que comparte nombre con su hija, asegura que desde ese día ninguna de las dos duerme tranquila. Temen que el piso se derrumbe de nuevo en cualquier momento.
Sury y su familia sueñan con un hogar que les ofrezca seguridad y estabilidad. En su casa actual no tienen electricidad ni agua potable, y la falta de escrituras les impide acceder a estos servicios básicos. Perdieron contacto con la propietaria del terreno tras la muerte de don Francisco.
«Si me ofrecieran otro terreno o casa para vivir, no lo pensaría dos veces», dice Sury. Hace un par de años acudió al Fondo Nacional de Vivienda Popular (FONAVIPO), para solicitar una vivienda. Motivada por una sobrina que estaba en proceso de adquirir una casa, llenó todos los formularios. Sin embargo, tras múltiples llamadas a las oficinas, la única respuesta que ha recibido es que debe esperar.
Su hija, también llamada Sury, de 30 años, ha buscado viviendas en alquiler en Mejicanos, a través de Marketplace en Facebook, pero el costo mínimo es de $200 al mes. Además, ha intentado conseguir trabajo, pero su baja escolaridad le impide acceder a empleos con mejores salarios.
Sury sueña con un hogar que brinde seguridad y estabilidad a su familia, donde pueda dormir sin temor en temporada de lluvias y sus nietos puedan caminar y jugar con confianza. También anhela un espacio propio, con más plantas y donde pueda organizar sus pertenencias. En estos collages, ella y su hija representan cómo desean ver su hogar. Fotografías: Kellys Portillo
Collages: Sury De León e hija.
Cuando la casa de Ana se inunda
Cada temporada de lluvias, Ana Hernández y su familia vigilan atentamente el aumento del nivel del río Grande de San Miguel. Cuando el río se desborda, su casa queda inundada casi de inmediato. Ana vive en el caserío Las Conchas, en el distrito de Concepción Batres, en Usulután Este, una de las zonas más afectadas por las crecidas del río Grande cada año.
Ana Hernández tiene 29 años, los mismos que ha vivido en Las Conchitas. Se dedica al trabajo del hogar no remunerado. Cuando tenía 17 años, se acompañó con su pareja y se mudaron a otra área del caserío para formar su hogar. Él trabaja en la agricultura. Su salario es de $30 semanales.
Las oportunidades laborales en Las Conchitas son limitadas, especialmente para las mujeres. La mayoría de empleos disponibles están en fincas de plátanos o en la cosecha de maíz. De acuerdo con el Observatorio de Género y Justicia Ambiental de la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (ORMUSA), en la zona rural, las mujeres ganan entre $197.66 a $258.45 mensuales. Ana trabajó anteriormente sembrando árboles de cacao y limpiando en fincas de plátano. Tras siete años de convivencia con su pareja, nació Camila, su primera hija. Ana dejó el trabajo remunerado para dedicarse por completo a su cuidado.
El terreno donde Ana y su pareja construyeron su casa de madera y láminas, pertenece al abuelo de él. Aunque conocían los riesgos de inundación en la zona, decidieron quedarse porque no tenían otra alternativa de vivienda.
Durante las lluvias, la rutina de Ana y su familia es siempre la misma. Vigilan el nivel del río mientras preparan lazos para elevar las camas, el refrigerador, el ropero y la mesa que sostiene la cocina. A menudo no logran subirlo todo a tiempo. También recogen algunas prendas de ropa y se refugian en la casa de Ana Silvia, su vecina, ubicada a diez metros, en una zona más alta y segura. Allí permanecen alrededor de un mes, o más, hasta que el agua baja y pueden regresar a su hogar. Luego, deben esperar a que el piso de tierra se seque y limpiar el lodo, erradicar a los zancudos y lombrices que aparecen tras las inundaciones.
Ana afirma que vivir en Las Conchas es especialmente difícil durante la temporada de lluvias. Para llegar al casco urbano del cantón Capitán Lazo, su familia debe cruzar el río en una balsa sujeta a un cable de acero, que evita que la corriente la arrastre cuando el río está crecido. Manuel, el conductor de la balsa, cobra $0.25 por persona por cada cruce. En esta comunidad residen aproximadamente 65 familias. Aunque el costo del cruce es accesible, cuando el cauce del río aumenta, los habitantes arriesgan sus vidas al atravesarlo para ir a la escuela, al instituto, al mercado o al hospital.
En Las Conchas, la mayoría de las personas se dedican a la agricultura, la crianza de ganado y el trabajo del hogar no remunerado. El Centro Escolar «Caserío Las Conchas» cuenta con solo dos aulas y dos maestros que imparten clases desde kínder hasta sexto grado. Estas se realizan de manera simultánea, con varios grados compartiendo el mismo espacio de aprendizaje. Cuenta con un Equipo Comunitario de Salud Familiar (ECO), que brinda atención médica una o dos veces al mes.
Desde el 2013, las personas que residen en la comunidad Las Conchas se organizaron para solicitar la construcción de un puente a la extinta Alcaldía Municipal de Concepción Batres. En el 2020 hicieron un llamado al presidente Bukele para concretar el proyecto, pero no obtuvieron respuesta. En 2023, en la sesión plenaria número 102, la Asamblea Legislativa aprobó reformas a la Ley del Presupuesto 2023. Así, aprobaron incorporar $20 millones al Ministerio de Obras Públicas para que este ejecutara tres proyectos de reconstrucción de calles y puentes, y uno de rehabilitación de conectividad vial y peatonal.
Uno de los proyectos aprobados, con una inversión de $4 millones, incluye la reconstrucción de bordas en el río Grande, abarcando ubicaciones en San Miguel y en los ahora distritos Usulután y Concepción Batres, en el departamento de Usulután. Sin embargo, según la ADESCO de Las Conchas, hasta noviembre de 2024 no han recibido información sobre cuándo o cómo se ejecutará este proyecto.
Aunque Ana y su pareja han considerado buscar otra vivienda, sus ingresos limitados hacen que sea imposible. Ana sueña con un hogar digno que ofrezca seguridad para ella y su familia, especialmente durante la temporada de lluvias.
Ana y su familia sueñan con una casa que les proteja de las inundaciones del río Grande durante la temporada de lluvias. Anhelan un hogar donde puedan descansar con tranquilidad, incluso bajo la lluvia. Un espacio seguro para su hija Camila. En estos collages, Ana representa cómo desearía que los espacios de su casa fueran adecuados y seguros. Collages: Ana Hernández / Fotografías: Kellys Portillo.
Vivir sobre las piedras del volcán Chaparrastique
Antes de tener un lugar donde vivir, Virginia Álvarez alquiló casas y cuartos en distintas zonas de San Miguel, Usulután y San Salvador. Ahora, a sus 78 años, vive en un terreno de piedra volcánica en el caserío La Curruncha, distrito de El Tránsito, en el municipio de San Miguel Oeste. Detrás de su hogar se alza el volcán Chaparrastique, uno de los más jóvenes y activos de El Salvador, cuyas repentinas erupciones mantienen en constante alerta a las comunidades cercanas.
Virginia ha dedicado toda su vida al trabajo del hogar remunerado, aunque nunca tuvo un salario fijo. Sus ingresos dependían de los días que lograba trabajar, ganando a veces $30 o menos por semanas completas de trabajo, de 8 horas diarias.Durante años, alquiló viviendas que costaban alrededor de $60 al mes, incluyendo el servicio de electricidad, pero esta cuota era difícil de cubrir con sus bajos ingresos. Actualmente, debido a una infección en el estómago, causada por una bacteria, ya no puede trabajar. Vive sola. Sus hijos la visitan y la ayudan económicamente mientras se recupera.
Virginia no es propietaria del terreno donde está construida su casa. Tiene un permiso de tenencia otorgado por la entonces Alcaldía Municipal de El Tránsito. Aunque no recuerda con precisión el año en que obtuvo la autorización, sí rememora que, mientras buscaba una casa en alquiler, un hermano de la iglesia que frecuentaba le informó sobre las tierras disponibles para habitar cerca del volcán. Una semana después de su solicitud, recibió la autorización. Con el tiempo, logró reunir dinero para comprar materiales y, con ayuda de sus hijos, construyó su hogar con láminas y trasladó sus pertenencias al lugar.
Aunque cuenta con un espacio propio para vivir, su casa no tiene servicios básicos como electricidad o agua potable. Instalar estos servicios requiere de una serie de trámites y un costo elevado. Para abastecerse de agua, paga $10 cada ocho días y utiliza un par de focos alimentados por un pequeño panel solar. Además de estas limitaciones, vive con el constante temor de ser desalojada y de los riesgos asociados a la actividad volcánica de El Chaparrastique.
La Curruncha, donde vive Virginia, es parte del cantón El Borbollón. El terreno es un playón de piedras volcánicas resultado de una erupción del volcán Chaparrastique en 1819, explica el geólogo investigador Francisco Barahona.
El investigador advierte que, aunque el terreno parece habitable, hay probabilidades de que el Chaparrastique rompa las bocas eruptivas en sus laderas. Es decir, las aberturas en los costados por donde sale lava y gases durante la erupción.
“El riesgo de esta zona se determina por la amenaza de una posible erupción volcánica que no sabemos cuándo y con qué intensidad va a ocurrir y por la vulnerabilidad de los elementos expuestos, es decir, las comunidades y las casas sin infraestructura adecuada ante la amenaza.”, explica Francisco. “Si fortalecemos los equipos científicos, tanto los recursos humanos y tecnológicos, entonces reducimos el riesgo”, concluye.
Cuando el Chaparrastique entra en actividad, pequeñas piedras y cenizas caen sobre la comunidad. El suelo retumba y las láminas de la casa de Virginia tiemblan. Ella recuerda con claridad la actividad volcánica registrada en noviembre de 2022, cuando el Ministerio de Medio Ambiente (MARN) reportó leves explosiones y emanaciones de gases. Durante esa noche, sus hijos la llevaron en un pick-up por temor a un desastre mayor. Aunque temía dejar sus pertenencias solas por un posible hurto, los constantes retumbes la obligaron a abandonar su hogar.
En noviembre de 2022, el MARN emitió un aviso para las comunidades cercanas al Chaparrastique, incluyendo a los entonces municipios de San Miguel y Usulután como San Jorge, Chinameca y San Rafael Oriente. El 28 de ese mes, declararon alerta verde tras registrar 187 explosiones desde el inicio de la actividad. En marzo de 2023, Protección Civil emitió otra advertencia para cinco municipios, ahora distritos, de San Miguel, destacando el incremento de actividad del volcán desde el 7 de marzo. De acuerdo con el Servicio Nacional de Estudios Territoriales (SNET), el Chaparrastique ha emanado gases, cenizas, lava y vapores desde 1699.
Virginia está acostumbrada a vivir con la actividad volcánica, pero el miedo nunca desaparece. Su casa está hecha de láminas y no puede soportar el impacto de las piedras volcánicas.
Virgina sueña con un hogar adecuado con paredes y techos firmes, y con servicios básicos como agua potable y electricidad. A través de estos collages, representa cómo imagina el hogar seguro que desea. Collages: Virginia Álvarez / Fotografías: Kellys Portillo.
Este reportaje fue producido con el apoyo del Programa de becas de la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES).
Editado por Metzi Rosales Martel y Víctor Peña.