El martes antes del fin del mundo

Hola, yo soy Virginia y, contrario a ustedes,  yo fui criada para el fin del mundo.

Antes de eso, logré vivir, en realidad, muy poco. Tenía poco menos de cuatro años cuando el Muro de Berlín cayó y entre el regocijo y las lágrimas de mucha gente blanca mi tata reconoció lo que estaba pasando: era el fin del mundo. Del suyo, al menos. Habrían de pasar años antes de que yo pudiese descubrir cuál sería el mío.

Por: Virginia Lemus

Mi mundo resultó ser un martes en medio del fin de mis tiempos. Otra vez ha ocurrido algo que tiene 15 años pasando: un grupo de gente ha creído que soy periodista y mi primera reacción, visceral como ella sola, es ofenderme: me disculpan, pero yo sí sé que en la lengua española no se separa con coma al sujeto del predicado. Yo sí sé escribir bonito. Ante todo, de los, les, pero en este caso, las periodistas me separa algo crucial: yo sé que la verdad no existe. La objetividad, tampoco. Yo sé usar mis palabras para lo único que sirven: para guarecerme del mundo; para hacerme con ellas una parra que me permita sobrevivir al aguacero de la barbarie. Mis expectativas sobre el lenguaje, sobre la verdad, son humildes: todo lo que tengo son aproximaciones. 

Tengo palabras ordenadas en una unidad de sentido que a veces es linda, ordenada. Chapodada. Divina. ¿Cuántas periodistas podrán presumir de lo mismo? Si acaso, yo soy, como todas bajo el calor inmundo de un martes cualquiera, una obrera de la palabra. Eso y nada más.

En fin, yo había venido acá a decir que mi tata me crió para el fin del mundo. El suyo, no el mío.

Yo tenía poco menos de cuatro años cuando su mundo acabó. 

No puedo narrar con certeza cuándo fue que el mundo inició para mí.

Quizá fue un sábado de octubre, cuando una periodista abrió para mí, sin saberlo ella y sin saberlas yo, las puertas de una vida que fuera mía y no mera deuda que me fue adjudicada al momento de nacer: mis tatas, víctimas de una revolución que les arrebató más de lo que jamás podría haberles dado, rondaban los 25 años cuando yo nací, cuando ellos decidieron que yo naciera con semejante deuda encima: la de las vidas que no pudieron vivir.

Me criaron, pues, para no cometer jamás semejante imprudencia: vivir es para la gente facha. Vos, Virginia, naciste para la revolución y, por ende, tu vida no es tuya; es nuestra y del pueblo. Creer que hay para vos vida, que hay goce, viento, el furibundo verde del volcán en septiembre, es mera burguesía: vos tenés que estar preparada para el fin. Tu vida entera es, lo decidimos en 1986, muchos años antes de que vos pudieras estar consciente de que vivís, consagrada al fin del mundo.

Vos estás lista, Virginia, para el derrumbe de la esperanza. Para la persecución, para la barbarie, para la asfixia; para perder, uno a uno, los cimientos de tu vida. Vos existís, aunque no lo sepás, para sobrevivir al fin y atestiguarlo. Fuiste entrenada durante décadas para saber reconocer las señales de alerta y no evadirlas, no: eso es tener esperanza y la esperanza, lo sabés vos mejor que nadie, es asunto de cristianos. Vos fuiste criada por ateos. Sabés que el fin viene estruendoso y sangriento y ante él, como ante el furor del mar, lo único que queda por hacer es aprender a nadar por debajo de las olas.

Pues bien, la marea está llenando.

Este es el fin.

Lo saben ellas, las periodistas que te rodean. Lo sabés vos, lo sabe Amnistía Internacional; lo saben en el Instituto Lenkim para la Prevención del Genocidio: estás, estamos, viviendo el fin del mundo. Se lo dijiste a tu terapeuta: “estoy diciendo que sí a todas las invitaciones que me hacen porque siento que estoy viviendo un montón de fines”. Es cierto. El que estoy por narrar es uno de ellos.

Cuando consagrás — bueno, quizá ni fui yo; quizá fue mi historia de vida– todo tu haber y tu poseer a estudiar el fin del mundo, aprendés a estar alerta a ciertos signos. Te preparás para ellos; sabés que el pijazo es inevitable, pero podés mermarlo. Limitás tus afectos, tus expectativas,  tu esperanza misma para que El Mal no pueda robarte más de lo presupuestado. Cuando vivís esperando el fin y reconocés su llegada, esta te causa, más que angustia, alivio: ah, no estaba loca; esto de verdad está pasando. El apocalipsis te encuentra lista. Igual te va a llevar; eso era inevitable porque vos sos vos y tu país es este, pero estás lista. El daño es mínimo. Estudiás cual demente todos los fines del mundo que te antecedieron: sus modos y sus formas, sus tiempos y sus procederes. Nunca, eso sí, anticipaste lo que ahora encontrás en el fin del mundo: el gozo. La risa. La vida.

A mí me criaron para sobrevivir, cual cucaracha, al fin del mundo. Quizá el 90% de lo que me rodea no lo hará: cada día, cada semana, veo una seguidilla de fines. Alguien se ha ido. Alguien más no responde mensajes desde hace algunos días. El tiempo corre y la soga aprieta, pero yo jamás pensé en qué estarían haciendo les ahorcades en el interín

Pues bien, ahora tengo una respuesta: mientras el mundo acaba, nosotras perreamos.

Hay guaro, hay risas, hay comida sin sal. Justo antes del fin del mundo, antes de entrar, anónima e intrascendente, a los anales de la historia vía dos líneas que anónimamente registren tu captura en un estéril reporte de Human Rights Watch, hay toqueteos y moretes en las tetas; hay humo de tabaco y amigas que te encontrás un martes cualquiera en medio del apocalipsis. Perreás con ellas; les contás sobre aquella vez que casi te quebrás los dientes bailando una canción del Grupo Bongo. Te ponés orejas de gatito con luces LED porque si el fin es inevitable, si la correntada del opresor ha de arrasar con todo, que me lleve, al menos, contenta. Meándome de la risa, Regia en mano en pleno martes porque ya qué, veá. Ya qué, les pregunto.

Mañana, que es miércoles, la vida sigue. Tenés reuniones todo el día; en ellas analizarás por enésima vez el fin del mundo. Hace casi una década que este te roba amistades, afectos, uno por uno, a cuentagotas. Ese es, también, un patrón de tortura. Hoy, que ya es ayer, te dan un morral que lee: “Celebremos que estamos. Unas aquí; otras, allá. Donde sea, pero estamos”. Vos, hija de los últimos sobrevivientes del fin del mundo anterior, no sabés cuándo exactamente es que empezaste a estar.

Algo sí es cierto: cuando el fin del mundo te llegue, porque llegará, será opacado por el resplandor eterno de la risa y el perreo, de la vida que osaste vivir.

Hoy me dieron un morral que me abraza por ser periodista feminista. No lo soy y nunca lo he sido, pero fueron ellas, me guste o no, quienes me abrieron las puertas del goce y la risa, de la vida y el candor

Al final, de pie bajo el cobijo de una pegajosa madrugada de julio, habrás de decirle a una chera: “vos y yo tenemos que salir a chupar”. Omitís el final de la oración: “antes de que todo acabe”. Antes de que nos lleven, a vos o a mí o a ambas, ¿a quién habrán de llevarse primero? ¿Importa eso?,  vos y yo hemos de salir a chupar, a perrear, a vivir. Juntas. Después de eso, que acabe lo que tenga que acabar. 

Mi tata me crió para el fin del mundo porque pensó que, como a él, me tocaría enfrentarlo sola. No es cierto: el fin viene, sí, y es inevitable, pero me va a encontrar rodeada de feministas, en un éxtasis de cerveza y perreo, bailando en la cara del mañana que ha de arrebatármelo todo, pero no me encontrará paralizada del miedo. El fin viene, sí, y me encontrará, contra todo pronóstico, viva. 

***

Virginia Lemus es zurda, feminista, maricona y filósofa.