
Por: Carolina Vásquez
El reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos ha sido un proceso gradual en nuestra sociedad. Desde la década de los sesenta, estos fueron reconocidos como derechos humanos, y con el tiempo, la concepción social sobre ellos ha ido evolucionando.
Sin embargo, para las mujeres, el ejercicio de estos derechos ha estado lleno de obstáculos, marcados por estigmatización y normas sociales que nos colocan bajo constante juicio moral. Para las mujeres con discapacidad, estas barreras se vuelven aún más profundas y violentas, limitando nuestro derecho a decidir sobre nuestros cuerpos y nuestra sexualidad.
A menudo se habla de derechos sexuales y derechos reproductivos como si fueran lo mismo, lo que genera una peligrosa confusión: la idea de que la sexualidad femenina está ligada exclusivamente a la procreación. Esta concepción refuerza los roles de género y el mito de la maternidad como la máxima realización de una mujer.
Pero cuando se trata de mujeres con discapacidad, el panorama es aún más desalentador. No solo enfrentamos violencia de género de manera generalizada, sino que además somos víctimas de infantilización, invisibilización y sobreprotección, factores que restringen gravemente el ejercicio pleno de nuestros derechos.
Desde el ámbito familiar, la infantilización nos arrebata la posibilidad de tomar decisiones sobre nuestros propios cuerpos y limita el desarrollo de relaciones interpersonales saludables.
Esta doble moral social es evidente: mientras niñas y adolescentes sin discapacidad son víctimas de violencia sexual ante una sociedad que normaliza las uniones tempranas y los embarazos adolescentes, las mujeres con discapacidad mayores de 18 años somos señaladas y cuestionadas si decidimos ejercer nuestra sexualidad. Frases como “miren la cieguita, novio sí tiene” reflejan el prejuicio con el que se nos percibe.
El derecho a la maternidad también es objeto de discriminación. Muchas veces, cuando expresamos el deseo de ser madres, enfrentamos la incredulidad y el rechazo de nuestras propias familias, del personal de salud y de la sociedad en general, que no conciben que podamos tomar decisiones sobre nuestros cuerpos.
En el sistema de salud, la violencia se manifiesta de formas aún más perversas: mientras a una mujer sin discapacidad en “edad reproductiva” se le desalienta a optar por la esterilización con frases como “todavía está joven”, “aún puede tener otro” o “ya lo habló con su esposo”, a las mujeres con discapacidad se nos persuade —o incluso se nos somete— a esterilizaciones forzadas sin nuestro consentimiento, en decisiones tomadas por médicos o familiares.
Las mujeres enfrentamos un constante flagelo en el ejercicio de nuestros derechos debido al sistema patriarcal, pero para nosotras, las mujeres con discapacidad, esta brecha de desigualdad es aún más profunda.
Somos discriminadas tanto por ser mujeres como por nuestra discapacidad, lo que nos despoja de nuestra autonomía y nos reduce a una condición en la que se nos niega la capacidad de decidir sobre nuestras propias vidas.
Siempre he considerado que los estigmas y estereotipos han colocado históricamente a las mujeres en una posición de inferioridad, pero en el caso de las mujeres con discapacidad, esta desigualdad es aún más brutal.
Socialmente, se nos conceptualiza en un nivel más bajo que a las mujeres sin discapacidad, como si nuestros derechos fueran inexistentes. En otras palabras, en nuestra sociedad, el cumplimiento de los derechos de las mujeres con discapacidad está por debajo de cero.
Carolina Vásquez es una mujer con discapacidad visual, estudiante de licenciatura en Ciencias Jurídicas, defensora de Derechos Humanos, especialmente a lo relacionado a equidad de género e inclusión, comprometida con el constante fortalecimiento de capacidades y dispuesta siempre a aprender de las demás.