Perreo hasta abajo y dignidad hasta arriba

Foto/Alhraca/Kellys Portillo

Por Edith Elizondo 

Este gobierno quiere vernos asustades. Quiere que estemos paralizades por la desesperanza, que vivamos con la sensación de que todo se hunde sin remedio. Como si fuéramos parte de un barco condenado a desaparecer bajo la consigna del “sálvese quien pueda”. 

Desde sus atalayas, pretenden hacernos creer que vivíamos en un paraíso y que solo ahora comenzamos a naufragar. Pero nosotras, las mujeres; nosotres, la comunidad LGTBIQ+; y quienes hemos sido empobrecides por un sistema excluyente, ya sabíamos lo que era vivir con miedo. Y, sin embargo, avanzamos. Con miedo, sí. Pero con dignidad.

De este gobierno autoritario vamos a salir. Lo haremos con memoria, con ternura, con fuerza colectiva. Pero, sobre todo, sin permitir que la tristeza nos paralice. Porque cuando la tristeza y la desesperanza dominan nuestros días, cuando sentimos que ya no hay razones para soñar o crear, en ese momento el sistema habrá ganado. Y nosotres no estamos dispuestes a conceder esa victoria.

En un tiempo donde todo parece diseñado para agotarnos, distraernos o callarnos, hemos encontrado refugio en el cuerpo y en la música. Y por eso decimos con claridad: no debemos dejar de perrear. Sí, perrear. Porque también se resiste desde la pista, desde el goce, desde el ritmo que sacude el alma. 

Y si ese género no te gusta, no importa. Podés optar por la Obertura 1812 de Tchaikovski, por Gimme Tha Power de Molotov, El vals del obrero de Ska-P, Pobrecito mi patrón de Facundo Cabral, B.Y.O.B de System of a Down o Lo que le pasó a Hawaii de Bad Bunny. No se trata de géneros, sino de mover el cuerpo para espantar la tristeza. Para sanar, porque hay mucho que sanar.

Que no nos falte la rabia, pero tampoco la alegría. Ambas emociones, en su justa medida, son impulso vital. Son lo que nos sostiene. Nosotres, quienes nunca fuimos invitades a los salones del poder opresor —y, al menos en mi caso, tampoco queremos estar ahí—, hemos aprendido a bailar en medio del fuego. Porque la música no es solo entretenimiento: es banda sonora de nuestra cotidianidad en territorios marginados, criminalizados, olvidados. En cada golpe repetido, en cada bajo que sacude las coaster, hay historia. Hay sudor, hay calle, hay resistencia.

Cuando decidimos asumir la alegría como postura política, cambiamos las reglas del juego. No se trata de negar la realidad, sino de encontrar fuerza en el goce compartido. De crear una narrativa distinta, donde la vida no se mida solo en términos de sufrimiento, sino también de ternura, de fiesta, de imaginación colectiva. La alegría también se argumenta. Es un acto político. Es una forma de afirmación ante un sistema que nos quiere muertas, calladas o invisibles.

Eso es la alegría: la sonrisa luminosa de Alejandro Henríquez; la rabia digna de Ruth López, que nos recuerda: “Tengan decencia, esto un día se va a acabar”. Y si a alguien le incomoda Ruth, que se prepare: cada vez habrá más Ruth en El Salvador. Más voces firmes, más cuerpos libres, más presencias que no se retiran. Porque tener decencia hoy significa eso: no rendirse, no callar, no dejarse aplastar. Significa devolver la esperanza, reconstruir comunidad, levantar el rostro.

Gracias, Ruth. Gracias a todes les que resisten bailando, gritando, soñando.
Que nunca nos falte el perreo ni la alegría.
Que siempre estén con nosotres.